Viajamos para algo. Más allá de transportarnos, los viajes son una emoción que viene en nuestra memoria, pues aprendimos de miles y miles de ancestros que lo hicieron por motivos diversos. Pero esos viajes tenían un sentido profundo que parece que ha cambiado. Cuando lo hacemos en estos días, se nos olvida el motivo profundo. ¿Por qué viajamos?.
Se me vienen a la mente gran parte de las historias de viajes. Las crónicas bíblicas son viajes de conocimiento y sabiduría, épicos y de desafíos, que en su trayecto aparece la gran enseñanza. El mensaje y el sentido no estaba en la meta, sino en el trayecto. Luego, se me vienen los viajes de conquista, como el de Alejandro que es llevado por su visión y sueño para conquistar el horizonte, pero sus soldados se niegan a seguir. Él acepta regresar, pero antes se hace llevar en bote a una isla del horizonte, donde pide ser dejado solo, para contemplar lo que sigue mas allá.
¿Qué hace al que viaja dejar su comodidad de lo cotidiano y partir?. ¿Por qué el que vende frutas en su pueblo no se las arregla para vivir sin salir de su pueblo?. ¿Por qué el montañista busca cumbres mas allá de las cercanas a su ciudad?. ¿Por qué el científico, que tiene tanto que descubrir en su tierra, parte a descubrir moléculas en lejanos laboratorios?. ¿Por qué viajan?. ¿Por qué se viaja?.
El viaje tiene ese estado místico de devolvernos el sentido original de lo que hemos perdido. Es como si en el viaje volvemos a nuestro estado original. Hasta lo mas trivial recobra sentido. Nos sentimos otro, adquirimos personalidad u otra manera de hablar.
Hemos perdido el sentido profundo del viaje. Ahora le llamamos Turismo. Con la masificación del transporte aéreo y la creciente facilidad para desplazarse, la era del viaje tocó su fin. El viaje desapareció porque el mundo moderno evita todo contacto con la verdadera identidad de las personas que viven en otros lugares, y lo ha reemplazado por la instalación de valores o arquetipos convenientes para el mismo mundo moderno. Al igual que nuestra civilización, hemos dejado el verdadero sentido del viajero para transformarnos en Turistas. Hoy no se viaja; simplemente hay desplazamientos. El viaje suponía un grado de incertidumbre, no en las condiciones o posibilidades de supervivencia, sino en la vivencia, enseñanza y atesoramiento del sentimiento que provocaba el llegar al lugar al que el hombre se dirigía.
La diferencia entre el turista y el viajero radica sobre todo en el grado de control sobre lo que sucede. El turista da una vuelta, un tour, en el que todo puede ser anticipado en un programa. Cada instante de su viaje ha sido planificado minuciosamente con antelación. Esto impide que la experiencia del viaje lo transforme, al privarla de toda espontaneidad y riesgo. El viaje se le ha vuelto rutinario. Antes, un viaje y viajero tenían cierta similitud. Un viajero viajaba donde el viaje lo iba a transformar. Volvería distinto, volvería con conciencia. Hoy el Turista vuelve con la sensación de haber cumplido un itinerario, con las mismas fotografías de los anteriores que hicieron la misma ruta, y los que la harán mañana.
El turista transita por lugares con la misma comodidad que si los viera en televisión. Entre el turista y los lugares por los que se desplaza hay como una muralla o límite que amortigua todo riesgo: el viajero es inmune a las sorpresas. Por otra parte, hoy todos los lugares se parecen. El turista viaja a lejanas tierras para encontrar solamente aquello que esperaban encontrar: hoteles semejantes a los que visitaron el año anterior, habitaciones con televisión para mirar el mismo programa que ve en casa y, en el caso de los más osados, algunos leones de Kenya fieles a las instrucciones de un hábil guía; algunos flamencos rosados, algunas ballenas argentinas, algunos canastos o artesanía de los descendientes de los salvajes de antes, pero sobre todo, todo lo predecible y esperable en un viaje de turismo.
Nuestra civilización nos ha transformado, y no queremos sorpresas en esta manera de vivir, no queremos que la experiencia nos transforme. Por el contrario, queremos que las cosas, emociones, personas y experiencias sigan allí, exactamente allí y que nadie las cambie y nada se transforme. Esta transformación del viaje en turismo tiene que ver con el empobrecimiento de la experiencia en la modernidad. Nos hemos empobrecido ante la imposibilidad de contar nuestras experiencias vividas. Nos resulta tan extraño narrar nuestra apreciación personal, lo que nos asombra, lo que aprendimos, que los viajes se volvieron imposibles de transferir en su importancia. Entonces preferimos lo ya narrado, lo ya hecho, lo predecible. Los viajes se han vuelto el reflejo de lo que somos: evitamos contar nuestra vida privada, nuestra experiencia y vivencia, y lo hemos reemplazado por lo armado, plástico, lo del promedio, en nombre de competir por lo mismo: nos vestimos igual, comemos lo mismo y vamos a los mismos lugares con tal de repetir y repetir lo que otros ya vivieron o vivirán.
En la vida cotidiana, en la jornada de un ser contemporáneo, no queda nada que pueda traducirse en experiencia. El ser moderno vuelve a su casa por la tarde agotado por un montón de acontecimientos sin que ninguno de ellos se haya transformado en experiencia ni asombro, mas bien lo evitamos. Y si nos sucede, afloran emociones que confundimos con depresión, angustia o profundidad reflexiva que complicará la explicación de nuestra vida y nuestros actos. Hemos elegido lo repetitivo y en esta sensación, percibimos lo eterno. En lo eterno no hay sorpresas, no hay angustias, no hay lo propio.
Viajar era abandonar el hastío, el tedio, librarse del desasosiego. Viajar es entregarse, abandonarse a la experiencia, dejarse ir con los ojos abiertos al encuentro de lo “otro» que nos habita, o más bien dejar que el contacto con un “otro» nos arranque de nuestro entumecimiento, nos despierte de la monotonía. La experiencia de lo extranjero era una parte imprescindible del acceso a la cultura propia.
¿Podemos viajar aún? ¿Hay todavía algo que descubrir en este sobreexplorado mundo?. ¿Es todavía posible experimentar el viaje fuera de los mapas de GoogleMaps?. Definitivamente sí. Porque no se necesita cruzar una frontera para decir que viajamos. Las fronteras las ponemos en nuestra conciencia. Cruzar tu puerta por la mañana puede ser un gran viaje. Salir a caminar por la misma ciudad, pero mirando hacia arriba. Nadie camina mirando los techos de los edificios. Una frontera es lo que limita lo cómodo de lo nuevo, y eso te trae nuevamente a ser viajero, a salir del turismo, a romper con tu rutina. Y recordar lo que los viejos chamanes nos dicen en sus sabias palabras: al final el secreto del viaje es entender, como lo hicieron los que conquistaron todo, que no hay caminos, pues nunca hay metas ni destinos. Sólo paisajes, pues lo que necesitas saber te lo brinda el contorno y no el centro.