
Estar en las alturas, en silencio, tocar con las manos la roca que te sostiene, es descubrir algo muy preciado. ¿Cuántas veces nos damos el permiso de estar en silencio?. Es un derecho que, cuando lo descubres, se atesora.
Los ojos cuando no quieren ver, simplemente cierras los párpados, pero cuando los oídos no quieren oír, no tenemos esa protección que nos aísla del entorno. Entonces, tenemos que emprender viaje a los desiertos, a las llanuras, a los bosques, a los templos, a las casas de abuelos o a los rincones de niños… a la quietud de cada cual. Estar en silencio es dar con ese lugar, con ese momento, con ese coincidir que nos hace apreciar el valor de ser y tener sentido.
Meditar es respirar. Es seguir el ritmo, es fluir sin apuro, es seguir tu sensación en calma, sabiendo que nada perturbará ese momento. Cuando meditas en silencio, aparece la quietud necesaria para encontrar el camino nuevamente. El silencio no te devuelve las ideas ni te corrige la meta que te has propuesto. Simplemente te devuelve al centro, a la ruta, a la belleza de apreciar el momento, a la quietud de ese contacto con el segundo que late tu corazón. Al comienzo, te llenas de pensamiento, pero si persistes un momento y te concentras en el silencio, aparece ese fluir, esa quietud, esa paz.
Llega a ser tan curiosa la manera de vivir de hoy, que no tenemos este privilegio de sentir el silencio. Por eso tenemos que viajar a los desiertos, a las llanuras, a los bosques, a los templos, a las casas de abuelos o a los rincones de niños, donde dejamos olvidado el valor mas sagrado, el valor de sentir el silencio.