En una regata, los veleros simulan la vida. Avanzan en silencio guiados por el viento. La proeza del navegante adivina los destinos, compitiendo con otros, y a su vez, compitiendo contra y a favor del viento.
Sólo el que va delante ve el horizonte en todo su esplendor, contempla la belleza de lo inexplorado, de lo nuevo y lo que está por venir. Para desgracia de los de atrás, sólo el de adelante puede ver el atardecer. Los que le siguen, sólo pueden ver la maniobra del que les antecede. Los de atrás tienen que ver el orgullo del ganador.
Pero el que va delante va sin rumbo, va siguiendo el viento, va aventurándose a no equivocar, va empuñando el timón, con cierta incertidumbre, a no perder el sentido de la dirección. Para los de atrás es más fácil, pues deben seguir la maniobra del que va delante, y guiarse por la dirección del que ha sido pionero.
Ir sin rumbo y ser pionero, siguiendo señales y no mapas trazados, teniendo todo el esplendor de los nuevos paisajes y asumiendo la verdad de tu intuición, no sólo es un premio al orgullo, sino que es un vértigo constante que no te permite mirar atrás. Buscar horizontes no te hace ganador en el trayecto, pues puedes fallar, pero te da el permiso de explorar la posibilidad de elegir la ruta y aprender a creer en ti y en la belleza de lo que está por venir.