Angol

Por Fernando Araya Urquiza

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Quedé con el viaje en la retina. Quedé con la sensación de caminar despacio y en silencio. Quedé con la resolana del sol al amanecer golpeando el vidrio humedecido de cualquier autobús que me lleve a cualquier lugar donde encontrarme con tu abrazo.
Viajo para encontrarnos. Viajo para abrazarte. Viajo para que tu corazón toque mi corazón y nos reconozcamos en el pulso de nuestra sien. Viajo con el mapa, con los gorriones cantando y el perro de campo que ladra en la mañana rompiendo ese frío bajo cero, luego de su agitado trote tras la rueda del patrullero de la comisaría rural. No me quedé en el sueño, sino alistado para nuevamente partir, porque un viaje no es el último, siempre anima al siguiente. Y hago viajes junto a quien me escucha y yo lo escucho, viajes de pocas palabras, viajes de búsqueda de sentidos de vida, viajes de almas que se reencuentran en este mundo. Viajes para saludar en su inicio y despedirse en su final.
Y cuando los cansados árboles agiten sus hojas como despedida de la noche, el viento hará que sea eterno el batir de su esperanza, y nos traiga las nubes cargadas de lluvia de Angol, que nos recuerda el olor a leña, al vino servido en la mesa del bar, al paso sonoro por piedritas crujientes del camino de tierra, llenando de barro nuestros zapatos. Somos de esos que caminamos los pueblos de los recuerdos. Somos los que entramos a patadas en villorrios dormidos. Somos los que alojamos en el Hotel Nube para despertar sobre una cama crujiente, y sus resortes nos animen a sentir que estamos vivos.

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