Por Carlos Bambarén Guzmán
Con mi familia siempre hacemos viajes al interior del país. Fijamos un destino y zarpamos en busqueda de un nuevo paisaje, de un salir de la cotidianidad. Este año nos decidimos por Chavín, paraje desconocido por los integrantes de la travesía. Maletas en la camioneta, nos enrumbamos directo al destino.
En el camino, para hacer lúdico el recorrido, enlistamos a modo de juego nuestros «pendientes en la vida»: viajes por hacer, saltos en paracaídas y profesiones soñadas fueron algunas de las cosas que resaltaron de la nomina. Yo mencioné tocar nieve, un deseo que llevaba un buen tiempo en mi cabeza.
Llegar a Chavin y ver su hermosa plaza, alumbrada por faroles y los colores de la bunganbilias, es más que una grata bienvenida. Comparable nomas al posterior manto de estrellas en la noche, la perfecta indicación de que la nublada Lima había quedado atrás. ¿Cómo cambiaría nuestro existir si por las noches tuviéramos este firmamento?.
Igual de increíble fue el acostarse, obligados por un apagón repentino en el pueblo. La oscuridad era total, palpable, no veía ni mi propia nariz. Lo inconcebible fue lo que me costó dormir Tan desacostumbrado a la negrura natural que cuando esta se presentó me incomodó. Más pautas de lo necesario que es alejarse de la ciudad, para volver a nuestro origen y reacomodarnos a él.
Al día siguiente hicimos la visita obligada al centro Chavín de Huántar, y la hicimos de noche. Un monumento arqueológico colosal, que se mantiene firme, de pie, venciendo los siglos y los huaycos. Hicimos el recorrido como jugando, por nuestra cuenta y sin guías. Nos adentramos en la compleja red de caminos y galerías, yendo cada vez más profundo. La claustrofobia apareció y me hizo temblar, pero fue rápidamente vencida por la curiosidad y por el estar ahí. Mi niño interior se sintió cómodo en el laberinto, se sintió en casa. Más abajo aparece el imponente y divino lanzón, que nos dio la bienvenida y su permiso. Al salir, las cabezas clavas se despiden de nosotros con una sonrisa de oreja a oreja, sus filosos dientes resaltan.
Para finalizar, una ceremonia chamánica nos esperaba en las afueras del lugar. Recordándonos que la magia se hace en forma de ritual, se hace jugando para que tenga efecto.
Esto recién lo entendí de regreso, ya en la carretera, cuando al dar la vuelta en una curva un campo de nieve apareció. La sorpresa fue mayúscula, bajé del carro en movimiento, en la radio sonaba «chariots of fire», corrí. Pisé la nieve, la sentí, la toqué con las manos y la agarré, hice una bola y la lancé. La guerra comenzó.
Fue jugando, al comienzo del viaje como conseguí que un sueño se realizara. Fue jugando en el monumento como me sentí más cómodo y enrumbado, superando temores y aumentando el coraje, las ganas y el disfrute. Y es que al parecer el juego permite al agua hacer germinar la semilla.